Miércoles
Miércoles
Si había algo que le gustaba a Ana, eran las cenas de los miércoles. A diferencia del resto de la semana, los miércoles se comía, religiosamente, tortilla de papa. Esperaba que llegaran esas noche con ansias para poder verla a su mamá cocinando con mucha paciencia y dedicación su plato favorito. Como si tan solo con comer una porción, el resto de la semana fuese menos pesada.
Ana, como todos los miércoles, volvía del colegio y pasaba por la verdulería de Carlitos a comprar papa y cebolla para la cena. Mientras decidía qué verdura llevar, noto algo que brillaba. Pensando que estaba alucinando, achinó los ojos para ver con claridad y para darse cuenta de que, aquello que irradiaba luz, provenía del cajón de papas. Pero no eran todas ellas las que tenían ese efecto, sino algunas. Justo la cantidad que llevaba la receta. Como si alguien le estuviera diciendo que esas eran las mejores, las más acordes a todas las indicaciones de su mamá. Sintiéndose afortunada, guardó esas papas en la bolsa y le fue a pagar a Carlitos. Se fue de la verdulería con la sensación de que esa tortilla iba a ser especial.
-¡ A la mesa que esta la comida!- llamó la madre. Con mucho entusiasmo y hambre, Ana sale disparada para la cocina. Mientras comía un pedazo para probar como estaba de sal, la mama empieza a servir los platos. Su hermano y su padre estaban analizando jugadas de Boca en su partido contra Racing cuando ella masticaba el primer bocado. El sabor a papa y cebolla caramelizada le inundaron el paladar y sintió la felicidad de comer su comida favorita. Pero cuando estaba por comer el segundo bocado, una sensación de intranquilidad le recorrió el cuerpo. En lo único que podía pensar, era en el brillo de las papas, que si antes le había parecido algo bueno, ahora solo podía pensar que era algo malo. Aun así, Ana puso su mejor cara y siguió comiendo.
Cuando parecía que la cena iba a seguir con normalidad, Ana notó que su madre estaba mirando abajo de la mesa hacía ya varios minutos.- Ma, ¿está todo bien?- pregunta extrañada. Su padre le tocó el hombro pero ella no reaccionaba. La sacudía asustado, con desesperación, pero ella seguía sin reaccionar. Ana frustrada, y muy angustiada, empezó a darse cuenta de que si algo le pasaba a su mamá iba a ser su culpa. Hasta que la madre, confirmándole todos sus pensamientos, levantó su cabeza y la miró fijo a Ana. Estaba irreconocible. Sus ojos se habían enrojecido y su piel estaba pálida. Pero no fue hasta que le sonrió, con una malicia que le puso la piel de gallina, que se dio cuenta que esa no era su madre. Algo había cambiado.
Fue todo muy rápido. De repente aquella que había sido su amiga, su protectora, era un monstruo. Ahora en vez de una dentadura blanca y perfecta, tenía colmillos. En vez de manos delicadas y suaves, tenía manos peludas y con garras. La criatura que alguna vez había sido su mamá, salta desde el otro lado de la mesa, la toma por el cuello a Ana y le susurra al oído:
-¿Y? ¿Te sirvo más tortilla?.
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